Por Alberto Duque López
El personaje principal de “Amor sin escalas/Up in the Air”, el tercer largometraje del talentoso, agresivo y taquillero Jason Reitman, ganador del Globo de Oro al mejor guión (hijo de uno los íconos de la comedia, Ivan Reitman, el mismo de “Cazafantasmas”), se llama Ryan Bingham, maduro, soltero, maniático de los rituales, alejado de la familia y cualquier compromiso sentimental, dispuesto a no tener hijos ni esposa jamás, obsesionado con el tiempo que pueda desperdiciar por culpa de los demás, y las millas que alcance a ahorrar para romper una marca mundial que le daría todos los privilegios con las líneas aéreas; en otras palabras, una rareza.
Bingham (interpretado con excesiva simpatía y contagiosa comodidad por George Clooney), tiene un oficio que algunos califican de infame, otros de despreciable o mezquino o sucio o no recomendable e inhumano, un oficio que, superados los límites de la ficción y la realidad, podría convertirse en uno de los más frecuentados ante la profunda crisis laboral, social, financiera y sentimental que atraviesan muchos ciudadanos en Estados Unidos.
Bingham, vestido siempre de oscuro, impecable con su corbata y sus mocasines y su maleta mediana que arregla veloz y automáticamente en frías habitaciones de hoteles de cadena o en su pequeño apartamento en un condominio donde apenas duerme unas 45 noches al año, tiene un oficio devastador y salvaje: es una especie de asesino de ilusiones ajenas, un verdugo de los sueños de esos hombres y mujeres desconocidos a quienes, separados por una mesa, les informa que se han quedado sin empleo, que sus empresas los han despedido porque o no los necesitan o tienen que ahorrar esos sueldos que acaban con la supuesta estabilidad rutinaria de miles de hogares.
Este personaje inusual en otras civilizaciones laborales existe porque los presidentes, gerentes de recursos humanos y otros altos cargos de empresas y corporaciones son falsos, cobardes y mentirosos, no se atreven a mirar cara a cara a esos empleados que, después de numerosos años de sacrificios y lealtad son lanzados a la calle, son arrojados a los leones con tres meses de indemnización, seis meses de seguros médicos y un plan para que, durante un año, reciban asesoría en la búsqueda y obtención de otros empleos que les aseguren, al menos, las comidas diarias y un techo para compartir con las familias.
No es una comedia. Tampoco un drama. Es una mezcla curiosa de ambos géneros y los primeros planos son tremendos, con esos rostros, esas expresiones de sorpresa, dolor, desconcierto, impotencia, rabia, desilusión y hundimiento de esos hombres y mujeres (son desempleados de la vida real que aceptaron trabajar como extras) que, al principio, no entienden y luego reaccionan según el temperamento de cada uno, volcando sillas, arrojando papeles al suelo, insultando y maldiciendo a ese mensajero que todos quieren colgar por sus malas noticias. Por supuesto, este no se altera ni pierde su sonrisa ni la raya de los pantalones ni la sonrisa impecable con sus dientes perfectos porque, para eso le pagan, para darle un rostro a la desgracia.
Bingham se la pasa volando y su mayor felicidad es llegar a un aeropuerto con su maleta mediana como equipaje de mano, pasar su tarjeta por el dispensador automático de tiquetes, escoger su silla, ser saludado y reconocido por las empleadas de la línea aérea, hacer la fila para la aduana y los aparatos de seguridad (nunca se coloca detrás de parejas con niños porque se demoran abriendo y cerrando los cochecitos; nunca se hace junto a pasajeros ancianos porque llevan piezas metálicas en sus organismos y ya no les importa el tiempo que desperdicien en sus escasas vidas; nunca se acerca a pasajeros del Medio Oriente porque los detienen para revisarlos con más suspicacia y en cambio, se coloca detrás de los asiáticos que viajan con mocasines y no llevan a la mano objetos innecesarios), entrar a la sala VIP, beberse un whisky mientras llama a la oficina y averigua mensajes y llega como una amenaza a esas empresas en ciudades desangeladas y lejanas y grises y aburridas donde cumple su misión asesina. A veces (ese es su otro oficio), dicta conferencias a empleados que miran asombrados cómo un extraño compara sus vidas con una mochila llena de cosas inútiles, una mochila que debe ser desocupada o quemada porque se ha convertido en obstáculo para que cada uno desarrolle las pocas facultades que tiene.
Este hombre goza con su soledad, goza con su oficio depredador, goza con esas habitaciones alfombradas y uniformes, goza con las comidas devoradas de afán, goza con esos vuelos permanentes de un extremo al otro de Estados Unidos (la película se divierte mostrando esos paisajes aéreos de ciudades medianas y, de vez en cuando, algunas gigantescas como Miami) y se siente el más eficaz, el mejor, el más necesario, el imprescindible, el campeón de los despidos laborales.
Hasta cuando la vida le cambia porque conoce dos mujeres que le enseñan otros aspectos de la vida y el trabajo y el amor y el sexo y los sentimientos y la familia; él, que hasta ese momento, era un simple lobo estepario.
En un bar conoce a la hermosa, tranquila y solitaria Alex Goran (la estupenda actriz Vera Farmiga, a quien hemos visto, entre otras, en “El niño del pijama de rayas”, “Los Infiltrados” y “The Manchurian Candidate”), viajera incansable, dueña de numerosas tarjetas y ventajas, con una sensualidad en reposo que estalla cuando conoce a ese hombre apuesto con quien, de ahí en adelante, se encontrará en varios cruces de caminos y vuelos para compartir una cena, una fiesta, una piscina, una boda, un amanecer y las posibilidades y posturas sexuales que alcanzan a experimentar antes de seguir sus itinerarios, hasta la próxima vez que se vean, sin planes para el futuro, sin promesas, sin ilusiones, sin pactos, sin amarres porque así ambos se sienten más cómodos, salvando su tesoro más apreciado, la libertad.
Y la otra mujer es más joven, inexperta, ingenua, desprevenida y con todas las ganas de aprender en ese negocio de tiburones a donde entra como asesora de la empresa donde el otro es, o era, la estrella principal. Se llama Natalie Keener (es la actriz Anna Kendrick, una de las jóvenes vampiros en la saga “Twilight”), se convierte en la sombra del viajero, aprende algunos de sus trucos y participa del sangriento y despiadado ritual ante esos hombres y mujeres desprotegidos. Será la única capaz de enfrentar, discutir y desmenuzar los sentimientos y teorías sobre la vida de ese verdugo, la única con inteligencia para demostrar el vacío y la fragilidad de su mundo, mientras es golpeada por las adversidades del corazón, y aprende una lección impensable mientras busca su propio camino.
Dura, amarga, desconsoladora, con un ritmo estupendo y un elemento que la hace más grata: las dos mujeres no son simples adornos para que se luzca el macho; las dos actrices no son simples comparsas de Clooney y por el contrario, fortalecen un guión que, por momentos, aún en las escenas más amargas, se engolosina con el carisma varonil, con su apariencia perfecta, con sus modales de niño bueno y aburrido, incapaz de matar una mosca mientras hace su papel de verdugo implacable y sangriento. Pero, Jason Reitman no sucumbe a la trampa y deja que las dos mujeres (ambas actrices son excelentes en sus respectivos polos de la vida), aporten sensualidad, inteligencia, humor negro, sexo, lágrimas, desconsuelo, ingenuidad y sobre todo, la libertad suficiente para indicarle al otro que no, que el mundo es algo más que volar más de 10 millones de millas, más que masacrar vidas ajenas, más que funcionar como una bella máquina que sube y baja de los aviones sin sentirse solo, ni desocupado, ni amado por nadie.