Alfredo Di Stéfano fue uno de los precursores del fútbol total, mucho tiempo antes de que apareciera la famosa “naranja mecánica” de Holanda en el Mundial de Alemania 1974. Alfredo fue un jugador de toda la cancha, un fenómeno entre los fenómenos que con su sola presencia modificó al Real Madrid de España y transformó todos los sistemas de juego. Fue un profesional ciento por ciento, sin ninguna vanidad y muy exigente consigo mismo y con sus compañeros de equipo.
Era un centrodelantero -como se decía antiguamente- con tremenda velocidad y un potente disparo. Además, era un cabeceador implacable y un certero definidor. Si se le precisaba en el mediocampo o en la zona defensiva allá iba, siempre colaborando con sus compañeros. Fue un polifuncional del fútbol y un extraordinario jugador que no todos han valorado en su real dimensión. Uno de los mejores jugadores del mundo y un verdadero técnico dentro de la cancha desde el año 1952, cuando fichó por el Madrid.
En 1960 nació una nueva competencia internacional, la Copa Intercontinental, que enfrentaba al ganador de la Copa Libertadores de América con el ganador de la Copa de Campeones de Europa. De hecho, uno de los que más impulsó el proyecto fue Santiago Bernabéu, Presidente del Real Madrid en aquel entonces, cuyo equipo había ganado para España las cinco primeras ediciones del nuevo torneo europeo. Bernabéu fue el primero que propuso organizar un partido que decidiera cuál era el mejor club del mundo. A partir de entonces, se acabarían las discusiones y dicho duelo demostraría, de una vez por todas, quién era el verdadero campeón mundial.
Peñarol de Uruguay, con un gran plantel, se coronó campeón de la primera Copa Libertadores en 1960 al ganarle de local, en el Estadio Centenario, a Olimpia de Paraguay por 1 a 0, con gol de Alberto Spencer y empatar 1 a 1 en el Estadio Puerto Sajonia de Asunción -hoy llamado Defensores del Chaco- con conquista de cabeza de Luis Cubilla.
Los merengues, como se les llamaba en esa época a los del Real Madrid, venían de obtener el quinquenio más glorioso de la historia del fútbol, tras derrotar al Eintracht de Francfort por 7 goles contra 3 en la final de la quinta Copa de Europa, disputada en el Hampden Park de Glasgow ante 128 mil espectadores, con tripleta de Di Stéfano incluida. El equipo campeón formó con: Domínguez, Marquitos, Santamaría, Pachín, Vidal, Zárraga, Canario, Del Sol, Di Stéfano, Puskas y Gento. Di Stéfano estableció el récord de máximo goleador de la Copa de Europa con 49 goles en 58 partidos y el de estar presente en el marcador en cada una de las cinco finales que ganó.
Real Madrid, con todas sus estrellas, llegaba por segunda vez a la ciudad de Montevideo, donde ya había estado el 24 de julio de 1927, en ocasión de una gira, jugando un amistoso con Peñarol (0 a 0). Para todos aquellos que compartíamos la pasión del fútbol y solo habíamos visto a esas estrellas en algún documental del cine, esta era la gran oportunidad de verlas en directo. Recuerdo haber observado, en los días previos al cotejo, a muchísimos aficionados de Peñarol y de otros equipos uruguayos agruparse en torno a las ventanillas del Estadio Centenario para comprar sus entradas y no quedarse fuera de la gran fiesta del deporte que llegaba a Uruguay.
La primera final se disputó en Montevideo el 3 de julio de 1960. Fue una fría y lluviosa tarde de invierno en la que reinaba una gran expectativa para ver al famoso Real Madrid, un equipo repleto de gloria y con excelentes jugadores. El espectáculo prometía ser sensacional y es por ello que en el Estadio Centenario se batió el récord de entradas vendidas con 71.872 boletos, cifra aún no superada después de tantas décadas.
Todos los que estábamos presentes desde muy temprana hora en el coloso de cemento observamos el partido preliminar entre la Selección de Artigas con Ary Giménez en la valla y la reserva de Peñarol. Allí debutó, en el equipo aurinegro, un gran jugador de Mercedes, llamado Roberto Matosas, que, como hecho anecdótico, utilizó, para no ser descubierto por el rival Nacional, el apellido Mariani en el formulario oficial. Posteriormente, primero en Peñarol y luego con River Plate de Argentina, Matosas haría historia como un sensacional jugador.
Esa tarde de la primera final Intercontinental no contábamos con la persistente lluvia que durante todo el partido se abatió sobre Montevideo y que convirtió el piso del Estadio Centenario en un verdadero fangal. Recuerdo que el segundo tiempo del partido preliminar lo vi de a ratos, pues subí con mis padres y hermanos a la parte superior de la Tribuna Olimpica para protegerme de la intensa lluvia. Hasta el propio árbitro, el internacional argentino José Luis Praddaude, quiso suspender el encuentro principal, pero la insistencia de los visitantes, que ya tenían marcado el viaje de regreso, y de la multitud que estaba presente en el Estadio le hizo desistir rápidamente de su pensamiento inicial. Este hecho evidentemente conspiró contra una mejor exhibición de fútbol de ambos equipos, que tenían enormes problemas para trasladar la pelota. Sin embargo, pudo apreciarse parte de la enorme capacidad de la tripleta delantera visitante con Del Sol, Di Stéfano y Canario, mientras que por el lado de los aurinegros se destacó la gran labor del zaguero William Martínez, que anuló el accionar del famoso futbolista húngaro Ferenc Puskas.
Para todos los presentes en esa lluviosa tarde, en la que en ningún momento dejó de caer agua, coincidimos que el empate 0 a 0 nos dejaba un sabor amargo, ya que los aurinegros, que tenían un muy buen equipo dirigido por Roberto Scarone, podrían haberse quedado con la victoria.
Cuando finalizó el partido me trasladé a la Tribuna América, donde estaban los vestuarios de los visitantes y, refugiado bajo un enorme paraguas, pude ver, uno a uno, a los grandes futbolistas españoles cuando salían del Estadio camino al ómnibus que los trasladaría al hotel donde estaban hospedados. Fácil fue distinguir a la espigada figura de la saeta rubia regalando sonrisas y saludos por doquier sin importarle la lluvia, mientras varios aficionados coreaban su nombre. Allí estaba yo y, aunque niño, sabía reconocer el buen fútbol y pese a no identificarme con ellos como fanático, sentía simpatía y admiración hacia personas tan talentosas. Me acerqué hasta donde pude, levanté mis ojos y vi a Di Stéfano, quien con una gran sonrisa al pasar me guiñó un ojo, mientras continuaban los aplausos y las muestras de afecto que le brindaban todos los presentes.
Fue una gran satisfacción para mí ver en acción a un notable jugador, quizás uno de los más grandes que vi en mi vida. Aunque Alfredo Di Stéfano siempre jugó con el número nueve en la espalda y anotó gran cantidad de goles durante su carrera, en realidad nunca jugó de punta dentro del área. Lo suyo era arrancar desde atrás; organizaba y apoyaba con notables pases a sus compañeros constituyéndose en el dueño de todos los ataques del equipo merengue. Alfredo era el motor del equipo, el que siempre estaba en todos lados asistiendo a sus compañeros en jugadas que parecían fáciles, pero que llegaban tan solo porque un jugador extraordinario las creaba, las moldeaba y las transformaba con toda su magia, ya que era una verdadera máquina de crear fútbol.
Alfredo Di Stéfano, nacido en el barrio de Barracas en Buenos Aires, deslumbró a todos con River Plate de Argentina de 1947, maduró como jugador en 1952 en su pasaje por Millonarios de Colombia, un equipo de grandes jugadores, y dio sus frutos desde el 52 al 63 en el Real Madrid. Su forma sencilla de jugar al fútbol traspasó todos los sistemas imaginables y por ello ingresó en la gran historia del fútbol mundial.
Lo que ocurrió meses más tarde, el 4 de setiembre, en la revancha entre Real Madrid y Peñarol celebrada en el Estadio Chamartín de Madrid, es otra historia.